domingo, 24 de agosto de 2014

Cabeza o hígado: Mi tesis

Cuando Augusto Barrera abrió Tababela sin vías de acceso para los pasajeros desde y hacia Quito, se jugó parte de su futuro político. Dicen que algo no muy distinto le sucedió a Aznar cuando asignó alegre y públicamente responsables del atentado de Atocha sin haberlos confirmado. Que tan fatal fue para el ex CEO global de Dow Chemicals que hablara su ego cuando anunciaba una de sus operaciones más importantes, la compra de empresas nacionales kuwaities para abastecerse de petróleo, dañando la reputación de la operación y de la empresa?

Ni he empezado pero algún rato quizá me lanzaré a hacer un doctorado; me gustaría trabajar en conseguir respuestas para una duda que siempre me da vueltas en la cabeza: cuanto de azar y de viceras hay en los procesos de toma de decisión políticos -sean estos empresariales o electorales.  

En el Ecuador de hoy -y de hecho, en todas partes del mundo- sucede con demasiada  frecuencia que los ejecutivos deciden sobre la base de evidencia pobre, o sobre la base de hígado y urgencia política. 

Eso es normal y no es de extrañarse, pues los imperativos tecnocraticos y los imperativos de la presión social o política difícilmente coinciden. Esta entrada no es una cándida oda moral. 

Ahora, como es posible determinar las proporciones en que cada una de esas dos fuerzas predomina en cada decisión, es donde se pone todo muy complicado. 

En algo de esto se han interesado los psicólogos sociales que miran de cerca la política pública. Kahneman, Susstein y otros cuantos argumentan por eso que hay que conocer cuales son los sesgos de pensamiento en que incurren los tomadores de decisión para no tomar las decisiones que dicta la teoría o la técnica. Lo que no logran hacer es valorar con cierto grado de exactitud -suelen limitarse a la casuística- cuanto de las decisiones empresariales o políticas tienen de sal o de dulce. Y menos aún, vincular esas cifras con los balances.


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