viernes, 10 de marzo de 2017

La calle es la calle

Un tuit que leí decía: gana el tigre la batalla cuando muestra sus rayas. Y siendo verdad en el caso de los tigres, también me convenzo cada día más de que es verdad en el caso de los humanos. En las campañas electorales y en las mesas de directorio, las batallas y los liderazgos se ganan con una gran dosis de “señalamientos sociales” que trascienden nuestro lenguaje consciente.

Luego del primer “exit poll”, Guillermo Lasso se empoderó de su viabilidad como líder político y de la posibilidad efectiva de llegar a ser presidente. Su discurso y su voz aparecieron de repente con una inusitada consistencia; en su proceder empezó a orientar a más grupos y personas, por citar solo dos medidas que usan los expertos en estas cosas: consistencia verbal y orientación.

Y mientras al ocaso del domingo le iban apareciendo las rayas al tigre, simultáneamente avanzaba el proceso técnico del escrutinio. Luego dos batallas evolucionaron en paralelo; aquella que enfrentaba en la calle a dos personas reivindicando su liderazgo nacional, y aquella en la que sus respectivos expertos y delegados revisaban formalismos para adjudicarse unos votos más.

En la primera priman las personas, las masas y las emociones; en la segunda los métodos y la razón de los expertos en estadística y derecho electoral. La primera es la batalla subjetiva entre dos contendientes buscando ser reconocidos por la gente; la segunda es la batalla formal bajo las reglas de juego que diseñan y administran quienes tienen el poder.

Allá por mil ochocientos y tantos, Max Weber distinguió tres formas con que los líderes logran adhesión y sometimiento ciudadano. Las llamó legitimación “tradicional” -con justificaciones esotéricas y divinas-, “carismática” y finalmente, “racional y legal”. La última es la que pasivamente aceptamos de las hiperformales democracias modernas. Pero la elección del domingo mostró que incluso cuando todos miramos los numeritos, los procesos de conteo y esperamos el cumplimiento de la formalidad burocrática, los liderazgos y la legitimidad siguen peleándose en la calle.

Decidimos

Pensamos que el domingo millones de decisiones individuales, pensadas y racionales, pondremos presidente.

Al igual que se creía que la tierra era plana, antes se creía que las personas tomamos nuestras decisiones importantes de forma racional. Pero ya se sabe que la tierra es redonda y que los seres humanos no somos tan racionales como quisiéramos creer. Aunque cierto es que todavía se venden en universidades, no sin una dosis de activismo, modelos basados en la racionalidad de los agentes económicos, como otros oscurantismos duros de roer.

Para nadie es fácil aceptar que somos más cercanos con nuestro pasado primate que con esa imagen idealizada de racionalidad. Si mi voto no es fruto de la sobria reflexión del silencio electoral y la abstención ;) de alcohol, ¿qué es entonces?

Decidimos obviamente en función de la información a la que somos expuestos, de la cual los planes y propuestas ni importan. En temas electorales, ¿cómo votar por la propuesta de un candidato cuyo “look” y nombre no recordamos? Todorov dice que bastan milisegundos de exposición a la cara de los candidatos para que una audiencia estabilice sus preferencias, fenómeno en el cual -oh sorpresa- las partes del cerebro a las que se imputa la razón ni siquiera intervienen.

Más impresionante aún es que nos sometamos inconscientemente a la influencia de nuestras redes sociales (en sentido general). Buscando consistencia y pertenencia a nuestro grupo social, aceptamos sus señalamientos y decidimos conforme a ellos: son los gestos, expresiones y roles que Pentland asemeja al ir y venir de gemidos, señas y muecas con los que las manadas escogen líder y deciden si es hora de poner a salvo sus crías.

Imagino la sonrisa en la cara de algunos lectores que discrepan con los profesores de Princeton y MIT que he citado. Es la expresión de quien se siente autónomo de razonar y decidir a pesar de los señalamientos de su tribu. El teatro del domingo los ha de reconfortar: una votación libre, secreta, resguardada militarmente y sin sobresaltos es justo lo que necesitamos para garantizar que triunfe la razón.

Hueso y carne

Comprando pescado el sábado caí en cuenta de que nos merecemos la política que tenemos. Escogí un pargo que me vendían a 2 dólares por libra, luego de ver otras opciones, más caras y más baratas. Pero ojo, que el precio de lista, aquel que muestra la balanza cuando la cacera pone sobre ella el pez entero, viene con hueso.

El pescado contiene la mitad de su peso en filete. Todo el resto es piel, espinas, cabeza, agallas y vísceras. La libra pagada trae entonces solo media libra de carne, o dicho de otra forma, cada libra de filete cuesta el doble del precio con el que nos llevan al kiosco.

Los políticos en campaña también jalan potenciales votantes con baratillos de oferta. Ofrecen cosas que son mitad verdad, o mitad mentira, como queramos verlo. Triplicar un bono, tramitar una ley sin mayoría legislativa, regalar cosas, suenan más a hueso que a carne.

Quienes venden pescado y quienes venden candidatos publicitan el precio más bajo o la oferta más espectacular, con truco. Incrementan así el número de potenciales clientes y los chances de cerrar un negocio o ganar una elección. Bola baja, congelamiento, pie en la puerta, pie en la boca, anclaje, son solo algunas mañas hoy documentadas científicamente, que comerciantes y políticos dominan con la experiencia.

Como en casa todos esperan el encebollado, la cazuela o el sudado, nadie se retira del mercado con las manos vacías. Sospechando que la casera volvió a anclarme sobre la base de un precio falaz, al regateo semanal, opté por un pescado más barato, para ahorrarme unos dólares ahora que la cosa está dura.

Lamentablemente los electores no relacionan su voto con la compra de un pescado. Como el voto no tiene valor económico, sentimos que lo podemos arriesgar, e incluso regalar; y porque vemos el futuro con sobreoptimismo, nos dejamos llevar por ofertas mentirosas, anclajes falaces y otra serie de tretas, esperando que nuestra apuesta electoral dé resultados. A la hora del voto, la combinación de esos dos factores imprime cautela, distinguiendo la carne del hueso, solamente a quienes sienten que tienen algo que perder.

Quien da más

La eventualidad de una Asamblea sin dominio absoluto de Alianza PAIS obligará al correísmo a regatear el futuro de su modelo... por primera vez en diez años. De allí que la batalla electoral por el legislativo tiene tanta o más trascendencia que la carrera por Carondelet.

En una legislatura atomizada, el talento para construir coaliciones es el activo más valioso. Y como nuestro “establishment” político no es conocido por sus dotes de negociación parlamentaria, sí que hay allí un motivo para el recambio generacional.

Que si es preferible negociar con un solo interlocutor o conseguir la adhesión de varios, los filósofos dicen que la concentración de poder contradice la democracia, por lo que se alinean con el segundo escenario. Pero hay también motivaciones y argumentos técnicos.

En la típica negociación, dos partes compiten frente a frente por ciertos recursos en juego. El espacio de regateo se limita al que pueden identificar los dos interlocutores. Pero las ideas, los intereses, los bienes y los servicios se intercambian de muchas formas. En subastas, por ejemplo, el grueso del regateo lo protagonizan implícitamente, entre ellos, múltiples concursantes. Ellos asumen el foco de la tensión competitiva, de donde sus propuestas y sus diferencias ayudan a vislumbrar el espacio de un posible acuerdo. Por eso Subramanian recomienda anteceder cualquier negociación con un ejercicio tomado de la teoría de las subastas: siempre que haya múltiples interesados por un tema, primero que compitan de su lado de la mesa todos ellos, antes de traerlos a conversar a este lado de la mesa.

Si ningún bloque legislativo logra mayoría absoluta, las negociaciones y regateos que protagonicen serán como un concurso. Los votos de cada grupo estarán en permanente subasta. No será un bloque y un gobierno el que ponga a competir a los ciudadanos por su atención. Las cabezas de lista tendrán que lucirse demostrando su capacidad de representar y ofrecer mayorías, de garantizar votos y de producir una agenda de cambio.

Más que un dragado

Esta semana se debió firmar el contrato que da paso a una nueva etapa de dragado en el delta del río Guayas.

Por lo que escuchamos, tendemos a creer que el dragado solo tiene que ver con el puerto de Guayaquil. Pero lo verdaderamente importante del dragado está en la seguridad de la ciudad, de la región y en el aprovechamiento de este valioso recurso.

Primero está la capacidad futura de la ciudad para soportar temporales. Sin buenos cauces, por el sedimento acumulado, el agua que baja veloz del Daule y del Babahoyo en períodos de lluvia intensa terminará en las calles, casas y paralizando actividades. De no tener por dónde encauzarse y desembocar al mar, como debe, el privilegio de la abundancia se convertirá en una maldición.

Junto a esta fase del dragado hay voces pidiendo que veamos este tema en toda su magnitud política y económica. La empresa pública de agua potable y alcantarillado de la ciudad ha gestionado un estudio al respecto; callar resultaría en que le imputen a ella toda responsabilidad por futuras inundaciones, como ya ha pasado. Dice el documento que sin un compromiso y presupuesto de largo plazo, esta etapa del dragado, por muchos 64 millones que cueste, será como arar el mar. Me viene a la mente el niño al que la arena húmeda le llena enseguida el hueco que acaba de hacer en la orilla del mar. Se retirarán 4,5 millones de metros cúbicos de sedimentos que regresarán en función de qué tan desatendida siga la prolífica cuenca alta del Guayas, un territorio más grande que Suiza u Holanda.

Nadie ignora la importancia del agua dulce para el futuro del mundo. Y el futuro no es lejano, es el de nuestros hijos: más del 50 % de los conflictos violentos del mundo versarán sobre agua en 10 años, según organismos internacionales. La correlación global entre pobreza, nutrición, salud y acceso a agua, muestra que el problema del dragado y del manejo de los inconmensurables recursos hídricos de la cuenca del Guayas deben ser vistos como una de las mayores oportunidades para el futuro del país.

Corrupción

Nos rasgamos las vestiduras todos los días clamando al cielo. Las telenovelas diarias van en torno a la corrupción material: el amarre de un contrato, el porcentaje de comisión o sobreprecio, el desvío de fondos, que alguien se comió un cheque o varios... Pero corrupción es también, según la Real Academia, el “vicio o abuso introducido en las cosas inmateriales”.

En la mejor universidad de Estados Unidos hay una cátedra muy popular que arranca confrontando a los alumnos a definir ejemplos de corrupción moral. El debate se enciende con temas en los que cada persona exige su derecho a pensar distinto: religión, sexualidad, o hasta la gratuidad de ciertos servicios públicos. Pero todos coinciden en que el trabajo infantil corrompe la niñez, al igual que obtener beneficios privados de un ente público corrompe al ente público.

Como si pudiera abstraerse de uno de los males más generalizados de nuestros tiempos, el Gobierno ecuatoriano niega empeñosamente que la corrupción encontrada en sus filas sea síntoma de un problema institucionalizado. Cierra los ojos ante la posibilidad de que el aparato estatal haya sido viciado en estos años de la revolución (¿aunque solo fuera más que antes?), concentrándose en la inevitable necesidad de puntuales incisiones. Hasta ahí todo bien, porque defender el buen nombre de los funcionarios honestos, que sin duda existen, resulta un imperativo ético.

Pero defenderse atacando a quienes denuncian la corrupción, discriminando responsabilidades entre corruptor y corrompido, prejuzgando de intenciones incluso antes de la presentación de pruebas, parece indicio de... corrupción inmaterial. Es lo que el profesor Sandel, aquel catedrático de Harvard cuya clase referí antes, enseña a distinguir.

Tantos argumentos y debates bizantinos sobre cuál corrupción cuesta más o si la culpa es del corruptor o del corrompido, solo parecen diluir un consenso global: terminar con la corrupción material solo es posible evitando primero que las personas, instituciones y los procesos creados para evitar y sancionar la corrupción, sean corruptos.