Me tocó sentarme, hace poco tiempo, junto a un funcionario de gobierno en un vuelo entre Quito y Guayaquil.
A propósito de la reciente acusación por tráfico de influencia contra un exgerente de Petroecuador, recordé esa conversación en la que me quisieron convencer de que “lobbying” y tráfico de influencias son lo mismo.
Estudié y trabajé en Bruselas, donde convergen y son representados ante las instituciones europeas, de manera profesional, los intereses de sindicatos, organizaciones no gubernamentales, empresas, gremios, regiones y Estados varios. Por eso, cuando escuché al funcionario gobiernista declarar que el representar legítimos intereses ante las autoridades constituye tráfico de influencias, casi me caigo como Condorito.
Porque lo sé de primera mano, traté de explicarle la diferencia que existe entre una y otra cosa. Pero cada ladrón juzga por su condición.
Ante cualquier institución pública del mundo, los ciudadanos, ya sea solos o agrupados, tienen derecho a peticionar a las autoridades y a recibir respuestas motivadas.
Nuestras Constitución y legislación dan luces sobre estas cosas, bastante en fase con legislaciones foráneas, incluso con aquellas que han normado específicamente el “lobbying”.
Porque tenemos derechos como los de petición o de participación ciudadana, el “lobbying” bien hecho es legal. Se distingue del tráfico de influencias y se distancia del cohecho, de la concusión o del peculado, que son algunos de los “tipos” de servicio que los oportunistas ofrecen a algunos cándidos clientes.
Contar lo que dicen las leyes de otros lados para distinguir al cabildero formal del oportunista, o describir las metodologías del especialista y su diferencia con el proceder del primo, del ñaño, del estudio jurídico de moda, o del mismo político, queda para otra nota.
Pero es claro que confundir lo legal con lo ilegal, o lo legítimo con lo ilegítimo, solo sirve para la proliferación de oportunistas.
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