Despedir a un colaborador, pedir una promoción o un aumento, protagonizar un intenso regateo, presentar un informe ante los socios o la Junta, aquella cláusula del contrato que no quedó tan bien negociada, o quizá decirle a una persona querida solamente que no. Todos nos hemos visto alguna vez dándole largas y largas a una conversación difícil que nos cuesta afrontar. En los negocios es muy común, aunque no es menos frecuente en la casa o con amigos. Nos produce algo que no sabemos bien que es, aunque se parece bastante a la ansiedad.
Desde hace pocos años, quienes nos interesamos por estos temas hemos visto crecer con la nueva teoría de la negociación un especial énfasis en los aspectos psicológicos que afectan involuntariamente la típica conversación de negocios. No es de sorprenderse; al “negotium”, raíz latina de la palabra negociación, se lo puede descomponer en “neg” y “otium”, encontrando un significado anteriormente relegado en la literatura académica: negación del ocio, negación de la paz, de la quietud o del relax.
Inclusive para quienes no sin presunción nos consideramos negociadores experimentados es un cuadro común: camino a una cita importante, quizá difícil, siempre está presente la preocupación porque algo salga mal. Llamemosle como tanto nos gusta en estos días: estrés.
Ya decía uno de los primeros profesores que tuve en esta materia que le intrigaba la forma en que, inclusive los ejecutivos más exitosos del mundo se veían pequeños cuando en su carro, camino a una negociación, iban preparando mucho más su ego que los términos específicos de la negociación. Aunque con el tiempo y gracias a las increíbles oportunidades de capacitación que existen hoy en día, todo un cuerpo de conocimiento está disponible para prepararse y anticipar la conducción de una negociación importante, la evidencia muestra que seguimos siendo igual de propensos que siempre a sucumbir ante nuestra propia psiquis.
En efecto, algunos experimentos célebres nos han demostrado que no basta estar concientes de nuestro estilo, personalidad, nuestros prejuicios o nuestras falencias, pues la mayor parte de las veces no seremos capaces de controlarlos. Nunca deja de sorprenderme aquel ejemplo de una teoría que circula por ahí, no sin haberle merecido un premio Nobel a su autor, según el cual hasta los negociadores más duchos son sesgados en sus estrategias con un simple “anclaje”. Supongamos por un momento que te piden bastante más que la máxima cifra que estás dispuesto a ofrecer por un producto o servicio; seguramente piensas que es una afrenta, ríes burlescamente, te niegas a aceptar y sigues negociando. Aunque no lo creas, si no estuviste atento y no seguiste ciertas instrucciones muy puntuales, simple y llanamente, contra tu voluntad, has sido anclado.
Aunque parezca mentira, solamente basta con referir un número más alto o más bajo al inicio de una negociación para que más del 95% de las veces los resultados finales de la misma se muestren acordemente sesgados. El efecto “anclaje” es de hecho muy famoso y según sus estudiosos, solo puede anularse parcialmente si mientras escuchamos a la contraparte verbalizar su expectativa en cifras, estamos simultáneamente moviendo la cabeza y haciendo un horrible gesto de total desaprobación.
Somos, en fin, más vulnerables a nuestras propias flaquezas psicológicas que lo que nos gustaría creer. Es posible inclusive que en esa misma realidad se esconda el motivo por el que nos causa tanto desconfort una negociación importante. Hasta los mejores ejecutivos que conocemos pasan por estas penas. El asunto no se resume a quién es más o menos vulnerable, sino a quién aprende, conociéndose muy bien, a sacar el mayor provecho de sus virtudes y sus defectos a la hora de negociar. Entendamos que sólo eso nos ayuda a llegar en paz a la mesa de diálogo. Solo ahí disminuye paulatinamente esa ansiedad, esa falta de paz antes de una negociación importante. Por motivos como estos son tan frecuentes hoy en día, incluso en las más altas esferas empresariales, los juegos de roles y los acompañamientos permanentes de asesores “sombra” durante negociaciones importantes. El quid del asunto está en intentarlo y en tomárselo con la calma propia de las grandes negociaciones.
Articulo publicado en América Economía, edición del 15 de noviembre 2014
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